Azurmendi. Otra vez. Siempre.

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Si la felicidad fuera restaurante, sería Azurmendi. Es difícil explicar la sensación que el comensal tiene cuando come en esa casa. Larrabetzu me recibe con una lluvia fina. Cae la tarde y el jersey no me sobra. Alguien me franquea la entrada a este tetraedro mágico. Me ofrecen una copa de txakolí que acepto encantado y me acomodo en uno de los taburetes junto a una mesa alta. Miro a mi alrededor. El jardín interior, que hace las veces de hall, es enorme. Parejas de comensales bisbisean ante una cesta de mimbre. Es el pícnic de bienvenida. Llega al instante el mío. Una cocinera me explica su contenido pero mi estado de placidez, felizmente narcotizado por el lugar, impide que escuche nada. Un bocado mórbido (brioche de anguila), otro crujiente (galleta vegetal) y uno líquido (bombón de ponche al txakolí) despiertan mis glándulas salivares. El viaje comienza.

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Me invitan amablemente visitar la cocina. Mi madre dice que la cocina es el corazón de una casa. En Azurmendi, el corazón late pausado; una suerte de serena actividad recorre el lugar. Me ofrecen un bocado dorado. Lo muerdo. Foie gras, avellana, chocolate. Delicioso. Bebo una infusión ácida y ligeramente dulce que me limpia el paladar. Era hibiscus. El corazón de Azurmendi me despide al unísono: “Agur!”

Baja el telón y se abre otro escenario: el invernadero. A él me acompaña una cocinera joven, muy joven. Habla delicadamente pero con una seguridad abrumadora, asertiva. Me traslada a una sala que se abre al valle. Una metáfora. La joven cocinera me habla de la recuperación de variedades vegetales ancestrales, de la colaboración con productores locales. Mientras tanto voy comiendo, obediente, delicados bocados (galleta de hierbas y queso, algodón de espárragos, hoja de setas). Pero antes, me ofrece un caldo suave y traslúcido y siento un pellizco en el alma: morokil. Su sabor me traslada a la infancia y me veo en la cocina (otra vez la cocina) de mi abuela en Azkoitia. Un déjà vu emocionante.

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Y así, dulcemente noqueado, me siento a la mesa. La luz del final del día, ya tenue, invade la sala. La visión verdísima del valle sosiega. He acabado la copa de txakolí y, con la carta en la mano, viajo a Champagne. Este es un momento especial. Leyendo el enunciado de los platos que componen los menús, bebiendo pequeños tragos de este brebaje espumoso que me fascina, siento que el mundo se para. El amable mâitre me dice que Eneko (sí, Eneko Atxa, el cocinero, verdadero artífice de este milagro que se llama Azurmendi) ha preparado un menú para mí. ¿Para mí? Ahora ya levito. Trato de decirle que sí, que claro, que cómo no, pero me atropello. Me siento un niño que sube por vez primera a una montaña rusa. El mâitre sonríe.

Me traen una aceituna helada y un vermú de cítricos y canela, como un aperitivo dominical, servidos en una maceta rectangular llena de tierra de olivas. Me divierte el comienzo de este nuevo acto. Desde ahora, los platos se suceden con un ritmo que es el mío. Y es el mío porque me lo preguntan. El comensal marca la cadencia. Una deferencia que agradezco.

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Atxa hace una cocina llena de sabor, alejada de desafíos inútiles. Hay quien quiere reflexionar cuando come. Gente que desea preguntarse qué quiere expresar el cocinero con ese sabor tan amargo, tan ácido o con la insipidez de un plato. Yo no quiero eso. Atxa ejecuta la cocina que me hace feliz; una cocina suculenta, sabrosa, pero elegantísima. Sus platos son herederos de la cocina ancestral de Euskal Herria vestida de una contemporaneidad radiante. Intuyo la tremenda complejidad creativa de cada una de sus composiciones porque noto numerosos matices en la boca. Mi conocimiento llega hasta donde llega, pero se percibe que, desde la búsqueda de la suculencia, de la delicia, el cocinero construye reflexivamente sus composiciones. Al menos eso es lo que me parece. La técnica al servicio de la felicidad. El sabor como objetivo final.

Llegan la yema trufada, una cucharada de felicidad; la ostra, que Atxa viste con un delicioso tartar y manzana; los tomates, delicadísimos, acompañados de anchoas en salazón, granizado y agua de tomate (sublime en su sencillez); las setas al ajillo con huevos (la cocina tradicional magníficamente revisitada)

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Le digo al mâitre que pare un instante. Me hace caso. Quiero que no se me olvide esta sensación de plenitud. Bebo más champagne. Estoy relajado pero expectante. Continúo. ¡Y vaya continuación! El bogavante. La cola del bicho pelada descansa sobre una semiglasa profunda y potente de crustáceo. No quiero que se acabe. Bestial. Más: la castañuela glaseada con esferas de idiázabal (toma, sabor). Y el cochinillo, pensamientos y albahaca. Fuegos artificiales. Chispeante. Un plato con innumerables matices: vegetales, grasos, picantes, cremosos. KO de placer.

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Seguimos: callos de bacalao, hierbas y patatas suflé. Plato racial resuelto con delicada maestría. Merluza frita con infusión de pimientos a la brasa y perejil. El crujiente exterior encierra la delicadeza de las carnes del pescado; unos botones de crema de perejil y un brillante fondo de pimientos completan un plato que despierta la memoria gustativa.

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Aquí está el pichón. La pechuga, colosal, sonrosada, turgente, se posa sobre una clásica duxelle de chalotas y setas. Junto al ave, un crujiente con una royale de foie gras y los interiores del bicho y un consomé profundo de pichón. Estoy rendido.

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Deseo que esto no pare nunca. Vienen los postres. El primero es un refresco; Sandía, cilantro y lima. Crujiente granizado, cremoso helado, fruta a raudales, especiado. Alguien ha llamado a esto pre postres; eso resta categoría a composiciones que renuevan el estómago y lo predisponen para el ataque final. Y aquí llega el asalto: melocotón y lavanda. Un postre delicadamente frutal, en el que la aromática hace una contenida aportación. Creo que hay algo de queso en forma de tetraedros de tarta, pero mi estado eufórico confunde mis sentidos. Bendita confusión que me nubla la mente; tras el primer bocado al último de los postre, chocolate, cacahuete y regaliz, me abalanzo sobre él. Un perfecto juego de texturas y temperaturas en el que la profundidad de los sabores hace que me pierda.

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Con los petit fours, y tras tres horas de descargas de felicidad y emoción, me gustaría que mi silla se convirtiera en sofá y solazarme, exhausto, en el recuerdo del inmenso placer vivido. Pero acude a mi rescate el mâitre quien me ofrece un reconfortante café que casi me traslada a una realidad a la que no quiero volver.

Definitivamente Eneko Atxa cocina como los ángeles. Hace platos que me hacen feliz: suculentos, sabrosos, elegantes y equilibrados. Sentarse a las mesas de este mágico edificio de cristal es un perfecto ejercicio de hedonismo gastronómico. Si quieren disfrutar de lo lindo y ser mimados como niños, acudan raudos a Azurmendi. Vivirán una experiencia gastronómica total. Y serán felices; se lo aseguro.

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AZURMENDI, delicada suculencia

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Sentado a la mesa de Azurmendi de Eneko Atxa, contemplando, desde la atalaya del restaurante, el verdísimo paisaje que inunda la sala, siento una emoción única. La experiencia que propone Atxa traspasa lo estrictamente culinario. El chef acaricia mi paladar y, desde una cocina plena de sabor, me roba el corazón con cada plato.

 

La didáctica visita a los parterres con hortalizas autóctonas, el divertido recorrido por el invernadero y la estancia en la cocina, verdadero motor de la nave Azurmendi, preparan al comensal para lo que le espera en la sala: el menú Adarrak (ramas en euskera), compendio de la enorme sabiduría culinaria de Eneko Atxa.

 

Adarrak es Cocina con mayúsculas; es rigor técnico; es sabor; y es, sobre todo, emoción. La evolución de Atxa en los últimos tres años es tremenda. Sus platos, que parecen todos vestidos de frac (tal es la elegancia en la composición), cobran todo el protagonismo en la boca. Lejos de estridencias, Atxa, reivindica una cocina delicadamente suculenta. Propuestas cuya apariencia sutil esconden una deliciosa potencia, un sabor inusitado.

A este respecto mención especial merece el “centollo al natural, emulsión e infusión” (tremendo), la “ostra, tartar y gelée” (secuencia de dos servicios en la que la ostra descansa sobre un racial tartar de cebolla, manzana y oliva negra y se acompaña por algas en tempura) o el “tomate y anguila” al que acompaña un sorbete de tomate y pimiento (solo por este plato ya vale la pena desplazarse a Larrabetzu).

 

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La cocina de Eneko tiene un sello propio inconfundible; una suerte de “Atxa label” que la hace genuinamente distinta. La mencionada suculencia, rasgo que inunda todas sus composiciones, es el elemento transversal de Adarrak. Y a ello hay que añadir la querencia del chef por las composiciones binómicas, bocados dobles que subrayan lo percibido; una deliberada simetría estética y sápida.

Porque de verdad suculento es el “trigo guisado con emulsión de leche de caserío y crujientes de rabo”; un plato delicioso en el que, para alegría de quien se lo zampa, hay dos cubos crocantes de guiso de rabo. O la doble composición de la “alcachofa y pesto” (en dos riquísimas esferas), un juego de matices cremosos y crujientes. O la ventresca de bonito asada al sarmiento, huevos fritos crujientes (dos, ¡cómo no!) y marmitako líquido (una copa que es la esencia misma del guiso tradicional de los arrantzales).

 

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Tal es la pasión de Atxa por el gusto que reivindica el foie gras, producto denostado por su universalización, que el cocinero ofrece como plato principal de carne. Un platazo del hígado graso del pato frito envuelto por polvo de pieles de bonito (el anterior plato de la ventresca salpica tangencialmente a este de foie gras) acompañado de cebolleta, cereza y un bombón de daiquiri de la fruta.

 

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Aunque ya estaba en el menú de Azurmendi el año pasado, mi reencuentro con el bogavante asado sobre aceite de hierbas y meloso de cebollino fue otro flechazo al corazón (¡Y a la boca, que de eso se trata!). Un plato golosísimo, perfecto.

 

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Y no quisiera dejar de mencionar un plato que me tocó el alma y me llevó a mi niñez: la merluza frita, infusión de pimiento a la brasa y perejil. Una composición en la que una pieza del pescado cubierta por una finísima capa crujiente salpicada por botones de ajo y perejil descansa sobre una intensa y límpida infusión de pimiento rojo. Espectacular en su aparente sencillez. Mi madre hacía acompañar la merluza rebozada con tiras de pimiento rojo; de ahí que este plato pellizcara mi nostalgia. Me hago mayor…

 

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Adarrak, en su parte dulce, propone tres platos que en realidad componen una secuencia desde el destello chispeante de la acidez hasta la intensa profundidad de lo torrefacto. Abre la “naranja, fresa y jengibre”: matizado dulzor ácido de la fresa y el cítrico aderezado por un picante granizado de jengibre. Brillante. Sigue el “queso, frutos rojos y menta”, preciosa composición (muy Gagnaire) de pequeños cubos de tarta de queso, botones de frambuesa y menta y helado de frutos rojos. Delicioso. Y cierra Atxa esta secuencia dulce con leche de oveja y olivas negras. El mejor postre que he tomado este año sin duda y uno de los mejores de mi vida. Helado de leche de oveja, genache de chocolate, gelatina de cacao, hojas de cacao amargo y polvo de olivas negras. Profundo, complejo, telúrico. Majestuoso.

 

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Atxa, con este último postre, cierra un círculo que se abrió con el primer aperitivo en la mesa: una esfera helada de aceituna con vermouth de naranja y canela. Aceituna al inicio, olivas negras al final. Todo encaja. El chef, reflexivo y analítico, no da puntada sin hilo. Adarrak es una sucesión de bocados dispuestos con un orden absolutamente estudiado, cuyos ingredientes en ocasiones saltan de plato a plato (recuerden la piel de bonito: de la ventresca al foie gras), mostrando conexiones ocultas que hacen intuitivamente inteligible todo el menú.

 

Azurmendi, no lo voy a descubrir yo, es ya un referente gastronómico mundial. Eneko Atxa ha construido un modo de cocinar con una marca propia indeleble; un modo de hacer que, desde la delicada suculencia de sus creaciones, me emociona. Una vez más, caí rendido y absolutamente feliz.

 

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Lasarte, el despegue

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Cuando en 1996 Alain Ducasse toma el relevo de Joël Robuchon en el establecimiento parisino de la avenida Raymond-Poincaré, todos sabían que Ducasse dirigía las cocinas de Le Louis XV en Monte Carlo. Sin embargo a nadie pareció extrañarle que a los pocos meses la Guía Michelin le concediera la máxima distinción en su nueva ubicación en Paris. Y, lo que es más reseñable, muy pocos dudaron de este merecimiento aludiendo a que la casa de Paris era una segunda marca del consagrado chef. Casi veinte años después, y tras no pocas visicitudes, Ducasse mantiene intactas las tres estrellas en Paris (ahora en Le Meurice) y también en Montecarlo.

En un ejercicio poco menos que arriesgado, muchos de los críticos gastronómicos patrios esgrimen el argumento de que una segunda casa dirigida por un cocinero laureado no puede alcanzar el nivel de la primera. No seré yo quien niegue validez a esta premisa; eso sí, siempre que se cumpla. Lasarte, restaurante barcelonés dirigido culinariamente por Martín Berasategui, nace en enero de 2006 con la saludable pretensión de mostrar en una nueva ubicación la excelente cocina del guipuzcoano. Desde entonces su propuesta culinaria ha evolucionado de forma notable. Y, sobre todo, desde que Paolo Casagrande, joven cocinero italiano, asume la dirección culinaria del restaurante, la propuesta de Lasarte despega de forma sobresaliente. Lejos de elaborar platos miméticos de los que Berasategui ofrece en Guipúzcoa, Casagrande demuestra una personalidad propia en sus creaciones. Sin negar el parentesco con la cocina de su mentor, Paolo despliega chispeantes toques acidulados y picantes en varios de los platos de su menú. Esos brochazos tan personales terminan por definir una culinaria con innegable pátina propia.

Hace bien poco leí a un conocido escritor gastronómico algo con lo que estoy absolutamente de acuerdo: propiamente la cocina no representa más de dos tercios de la experiencia gastronómica en un restaurante. Más allá de lo que se sirve en los platos, la vivencia, para ser plena, ha de ser redondeada por un marco confortable, por un servicio de sala impecable y por una completa oferta de vinos y digestivos. Cruzar el umbral de la puerta de una gran casa y sentir esa intangible sensación mágica de estar a punto de vivir algo verdaderamente especial, es algo que me emociona. Pues bien, Lasarte, tras acometer un espectacular proyecto de rehabilitación de interiorismo y arquitectura, se ha convertido en un espacio gastronómico casi perfecto. Vanguardia y calidez decorativa se combinan en un marco decididamente contemporáneo. El servicio de sala, comandado por un auténtico referente del sector como es Joan Carles Ibáñez, es excelente; él mismo ha diseñado también una carta de vinos muy completa a la que el comensal puede acceder visualmente por medio de una show-cellar preciosa.

Hablando con Ibáñez, director de sala y sumiller, que lo fue también del mítico Can Fabes, recordábamos la querencia de Santi Santamaría por componerse él mismo el menú a través de los platos de la carta. Dos entrantes, un pescado, una carne y postres eran su concepto ideal de una gran comida. A medida que me hago mayor, comprendo más aquella elección de Santi. Lasarte ofrece esta posibilidad porque tiene carta, sin embargo opté por el menú degustación que el chef ofrece y así tener una visión más amplia de su cocina.

Casagrande inicia el menú muy lentamente; me fascina ese momento en el que, carta de vinos en mano, en la mesa se van sucediendo pequeños bocados que, como si se tratara de una obertura operística, anticipan la médula del ágape. De esta secuencia es deslumbrante la mahonesa de pepino y jalapeños, helado de ajo negro y navajas, sorprendente el kumquat relleno de tartar de gambas y muselina de mostaza y redonda la caracola de mar, crema de boniato y espuma de tocineta.

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Los destellos ácidos y las caricias picantes protagonizan un inicio de menú en el que el sello personalísimo de Casagrande se hace absolutamente evidente. Se suceden platos frescos y luminosos; tal es el caso del hinojo en crudo, cremoso de carabineros, apio picante y manzana ácida (arrebatador), o la cigala a la vainilla con crema de tuétano, minestrone fría de verduras y bottarga (profundidad de la crema, frescor de la verdura acidulada y el toque racial de la bottarga. ¡platazo!), o el curry verde de cangrejo real y guisantes del Maresme (tremendo).

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A esta sucesión chispeante de composiciones le sucede otra cuya línea argumental es la suculencia; platos decididamente golosos como las láminas atemperadas de presa ibérica sobre cuajada de foie gras, ensalada yodada y helado de mostaza. Un plato bestial que encuentra en el toque salino y acerado de un tartar de ostras el contrapunto ideal de la grasa del cochino. En esta serie el chef deja ver sus orígenes transalpinos y propone un atrevido pero riquísimo risotto de remolacha y malta, gorgonzola dulce y anguila guisada. También muy sabrosa e impecable conceptualmente, su yema de huevo de caserío con mantequilla tostada a la trufa negra, coliflor y crujiente de ajo negro al piment d’Espelette; un plato muy sabroso.

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En los platos principales Casagrande se vuelve más reflexivo. El producto, desnudo pero tocado con tremenda maestría, se envuelve de numerosos matices que lo trasmutan; la aparente sencillez esconde una gran complejidad gustativa. El plato principal de pescado es un perfecto trozo de lubina al horno con crema de arroz, cacao, cítricos y berenjena ahumada al miso con ensalada de hojas tiernas. La pureza del bicho se eleva con los aderezos. En la misma línea, dos platos de carne incontestables: paletilla de cordero, setas, salsa agliata y matices lácteos acidulados (la carne grasa del animal, una profunda y racial salsa de ajos a modo de pesto y el equilibrio de los toques ácidos; un plato delicioso) y pichón asado con ragout de careta ibérica, compota de piña y azafrán y cebolletas rellenas de sus interiores (aquí, el chef, deudor de Berasategui, realiza un ejercicio de academicismo culinario. El ave, cuyo punto es exacto, y sus vísceras; comme Il faut)

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Es difícil mantener la tensión y la expectativa del comensal en un menú degustación; y más cuando se llega a la parte dulce del mismo. Quizá sea esa la asignatura pendiente de muchas grandes casas. Casagrande, conocedor del cansancio que en ocasiones se siente en este punto, recupera al cliente con un destello refrescante: Gin-Tonic reposado en menta, pepino, limón y manzana crujiente; una composición perfectamente concebida en el que sus elementos crean una armonía inédita. El sorbete de chocolate, crema montada de sésamo, yogur y yuzu, muy agradable aunque falto de cierta integración, fue el epílogo del fantástico menú de Lasarte.

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Cuando al inicio de este escrito hacía mención a la necesidad de valorar con total independencia la propuesta de un restaurante, aunque esté dirigido a cierta distancia por un cocinero laureado, quería hacer notar al lector que Lasarte merece esa valoración limpia. Ibáñez y Casagrande han construido un edificio gastronómico absolutamente propio; el imponente marco, el impecable servicio de sala y una cocina cautivadora y con sello propio hacen acreedora a esta casa de la máxima distinción en cualquier guía. Y sí, en esa Guía Roja que merece todo mi respeto, también. Tiempo al tiempo.

Joan Carles IbáñezPaolo Casagrande

Grandísimo Azurmendi

restaurante-azurmendi_4475391Satisfacción, sorpresa, placer, añoranza, diversión… ¿Qué sustantivo elegirían ustedes para definir la felicidad? Les aseguro que todos ellos definen la experiencia Azurmendi y, por tanto, esta experiencia es pura felicidad.  Y es la consecución de dicha sensación, la felicidad, la que persigue Eneko Atxa, cocinero del restaurante Azurmendi (Larrabetzu, Vizcaya). Un objetivo tan complicado de lograr obliga al chef a utilizar múltiples herramientas.

Para comenzar, Atxa atesora una formación académica completísima y su currículo contempla su paso por Martín Berasategui, Mugaritz, Etxebarri y Andra Mari. Poco de lo que sucede hoy en las mesas de Azurmendi se comprendería sin el poso dejado por su trabajo en esas casas. Sin embargo, el personalísimo sello que caracteriza a los más grandes está impreso en sus creaciones de modo indeleble.

El restaurante sobrecoge: un imponente tetraedro de cristal que, desde un promontorio, domina el precioso valle del Aretxabalgana. El edificio fue construido buscando el menor impacto ambiental; cuenta con un sistema de reutilización de agua de lluvia o con estructuras de cimentación que conducen al restaurante energía térmica del subsuelo a más de 150 m de profundidad. El enorme hall de entrada cuenta con un fastuoso jardín interior en el que se disponen vanguardistas elementos decorativos y de mobiliario; desde él, se accede a la cocina y a la sala.

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Antes de sentarme a la mesa, Atxa, cocinero pasional y de energía desbordante, me muestra orgulloso las instalaciones del antiguo Azurmendi. Es aquí donde se alojan el bistró Prêt-à-porter y el lugar donde se llevan a cabo los eventos, negocio clave en la viabilidad de muchos restaurantes gastronómicos. Convenientemente separadas, estas instalaciones se sitúan a unos doscientos metros del edificio de cristal y en un nivel inferior.

En estas instalaciones descansa también el laboratorio de Azurmendi. Una gran sala que alberga una enorme batería instrumental (aparatos de destilación, centrifugadoras, captadores de aroma, máquinas de ultrasonidos focalizados) al servicio del placer del comensal. Atxa me confiesa que dudaba si mostrarme el laboratorio ya que no quiere dar la falsa impresión de cocinero abducido por la tecnología; sin embargo el chef cree que la investigación realizada con el objetivo de mejorar su cocina es muy beneficiosa; de hecho, Atxa ha emprendido diversas líneas de investigación con la cátedra de química analítica de la Universidad del País Vasco

Tras el edificio que aloja al restaurante gastronómico, se dispone un gran parterre cultivado con verduras autóctonas. Atxa me explica el proyecto de recuperación y difusión de especies vegetales de la zona. Para esta aventura el chef cuenta con la colaboración de pequeños agricultores, proveedores de Azurmendi. Atxa les ayuda en la investigación y en el mejor desarrollo de la planta. Un ejemplo impagable de compromiso con el entorno geográfico más próximo; un compromiso que es a la vez social y ético.

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Ya dentro del edificio, en la parte más alta, Azurmendi aloja un invernadero. Allí, Eneko insiste en la importancia de la sostenibilidad y, consiguientemente, en la utilización en sus platos de especies vegetales de cercanía. El chef me muestra en el invernadero matas de distintas variedades de tomates del País Vasco. Es un proyecto que lleva a cabo con Neiker Tecnalia (Instituto Vasco de Investigación y Desarrollo Agrario). Asimismo, Atxa está desarrollando una exhaustiva investigación con flores; manifestaciones vegetales a las que el chef concede no sólo un valor ornamental sino también un valor organoléptico. De hecho, los primeros aperitivos del fantástico menú Adarrak se sirven en este marco (un pétalo de rosa con merengue seco de remolacha y tomate y una infusión de hibiscus).

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Azurmendi propone dos menús: Erroak (raíces) y Adarrak (ramas). El primero es la síntesis de lo que ha propuesto Atxa en el pasado más inmediato; se diría que es un menú de clásicos de la casa. Adarrak, sin embargo, es el resultado de la evolución culinaria del chef; las últimas creaciones de un cocinero en constante progresión.

Bajo la apariencia de una culinaria vanguardista, Atxa propone una cocina innegablemente gourmand; una cocina deliciosa y reflexiva; en ocasiones delicada, a ratos suculenta, a veces racial. Los platos de Eneko cautivan por igual al crítico más avezado o al comensal ocasional; creaciones, por tanto, con un espectro gastronómico amplísimo. Y ello sin renunciar a su propia forma de cocinar; ese raso diferenciador que caracteriza a los grandes.

Tras los primeros aperitivos en el invernadero, una cesta de pic-nic nos espera en el jardín del hall de entrada. En ella se sirve un cacahuete mimético, de textura fundente, un explosivo bombón líquido de txakolí picante y una anchoa con aromáticos. Terminado el pic-nic, el servicio nos acompaña a la mesa. La sala parece volcada sobre el valle por el efecto de las inmensas cristaleras; un espectáculo que acompaña al comensal durante todo el menú.

Adarrak prosigue con un tempo perfecto. De eso se encarga, coordinado con cocina, el maître Jon Eguskiza, políglota profesional de elegante presencia y cordial trato. Lejos de extenuantes menús, ejercicios interminables de resistencia para el comensal, Atxa nos brinda no más de veinte propuestas; más que suficientes para conocer en profundidad lo que se hace en Azurmendi.

Tras un suculento huevo trufado cocinado a la inversa (riquísimo), Atxa inunda la mesa con aromas yodados con su ostra, salicornia, tremella y algas y ortiguilla crujientes. Un plato que es casi una secuencia. Atxa necesita impulsar el elemento principal (el molusco) con elementos que interactúen con él. La aparente disgregación queda atenuada si afrontamos la propuesta como un paisaje único, casi un ecosistema. Todo cobra sentido en la boca.

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Hay platos del menú Adarrak que justifican por sí mismo el viaje a Azurmendi; instantes perfectos que Atxa nos brinda. Lo más llamativo es que son varios (¡varios!) los momentos de inmensa emoción gastronómica en un mismo menú. Por seguir un orden cronológico, el txitxarro (pescado azul) marinado, infusión de tomate y flores es de una delicadeza etérea; unos botones de cebollino y de refrito de ajo son el complemento  ideal del pescado.

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Perfecto exponente de la cocina de la salivación es el plato de habas y jamón. Eneko Atxa utiliza una variedad autóctona (haba txiki) cocinada en fresco, a la que acompaña una crema casi líquida de patata, unas láminas de papada de cerdo y una espuma de jamón. Un plato untuoso y suculento del que el comensal reclamaría un pozal.

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Impecable la interpretación de los clásicos txipirones en su tinta. El cefalópodo, desnudo y levemente asado a la brasa, se acompaña por unos bombones crujientes que encierran una salsa negra y deliciosa pigmentada con la tinta del bicho.

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Atxa es capaz, en su excelso estofado de salazones, vegetales, anchoas e ibérico, de componer un plato racial, de sabor intenso, manteniendo intacto el amplio espectro gustativo de los elementos que lo componen: vegetales, anchoas, papada y unos delicados bombones de queso Idiazábal que son contrapunto de la potencia organoléptica del conjunto. Las papilas gustativas trabajando a destajo, los labios casi se pegan tras cada bocado, la emoción se dispara. Un plato perfecto.

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Otro plato que podemos calificar como secuencia es el del salmonete “al ajillo” perfumado a la brasa, raviolo de sus interiores y caldo de espinas. El raviolo, servido en cuenco independiente, merecería convertirse en ravioli; es decir, ¡pónganme más que no soporto comerme sólo uno! La pasta, rellena con una farsa de las tripas del pescado y envuelta en un caldo untuoso, se convierte en un mordisco fantástico. A su lado, en otro cuenco, Atxa nos sirve un delicioso y potente caldo gelificado de las espinas del salmonete. Y el protagonista de la secuencia, el salmonete, en forma de lomo limpio coronado por dos pequeñas patatas soufflés y una flor de ajo silvestre, servido en plato aparte. No se beban todo el caldo de las espinas y dejen un poco para verter sobre el lomo del pescado; no se arrepentirán. Probablemente, el mejor plato de salmonete que haya probado (¡perdón, Martín!)

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El nivel culinario continua en las nubes con el pichón, avellanas y duxelle. Media pechuga de pichón asada y con la piel crujiente, descansa sobre una impecable duxelle con queso, se acompaña por dos falsas avellanas de cacao amargo y foie gras y se baña con un jugo reducido de los huesos del pichón. Un plato cuyos elementos se presentan separados pero que sólo cobran pleno sentido cuando, juntos, en la boca, componen una armonía indisoluble.

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La parte dulce de Adarrak comienza con un juego de nostalgia; en una cajita de cartón se sirven tres castañas dulces envueltas por el humo de las brasas. Súbitamente el comensal se ve trasladado a su niñez, cuando en otoño se quemaba las manos tratando de pelar aquellas castañas asadas que sabían a gloria. Un pellizco de nostalgia.

Da la sensación de que Atxa, en este final dulce, quiere sosegar al comensal, meciéndole con sabores conocidos y decididamente golosos. Tras la enorme emoción, una cálida vuelta a la calma con guiños a nuestra infancia ya perdida: el “flan de calabaza al huevo”, presentado como una esfera cuya cáscara, al romperse, derrama su líquido interior sobre frutos secos garrapiñados y la “Miel”, aire helado de miel aromatizado con flores que descansa sobre un trozo de panal. Flan y miel, añoranza de una niñez lejana que Atxa nos acerca como tranquilo fin de fiesta.

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Porque de eso se trata, de una fiesta, de una Fiesta Mayor. Azurmendi es una celebración por todo lo alto. Un momento perfecto; quizá efímero, pero perfecto. Atxa cocina como los ángeles y hace feliz a quien se sienta a sus mesas. Yo fui feliz. Celébrenlo ustedes también.

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